Josep Piera, Soy aquel que se llama Ausiàs March, traducción de José María Micó, Barcelona, El Aleph, 2002.
Escena íntima
Imaginemos esta escena en Beniarjó. El lugar, la cámara del señor. Altas horas de una noche de verano. Una tibieza húmeda en el ambiente. Ranas que croan obsesivas. Desnudo y sudoroso, el cuerpo de Ausiàs yace tendido sobre el lecho. Las sábanas se le pegan a la piel. Ha bebido vino en la cena, en compañía de otros caballeros y comerciantes, en una taberna de baja reputación. Las músicas y danzas de una bailarina mora le han abierto el apetito de un cuerpo amable con el que pasar la noche. Ahora lo espera. Espera su dulce llegada para apaciguar la carne.
Oye unos pasos tenues que se acercan. La puerta se abre y una sombra que huele a jazmín entra en la alcoba. No es un fantasma, es la joven que tañía el laúd en la fiesta, aquella a la que ha prometido una bolsa de monedas por sus favores de una noche. Tiene diecinueve años y un cuerpo moreno, firme, bien formado, en el que destacan un par de pechos bien puestos, un vientre redondo y unas piernas carnosas de poderosas caderas. Se acerca a la cama. Él la mira, más morena en la penumbra de la habitación. Ella se levanta la ropa, se la quita y lo mira fijamente. Se abrazan sin hablar. El cuerpo de la joven tiene la armonía de la juventud y le regala las notas de mil suspiros. Él, con los ojos cerrados, la palpa de arriba a abajo. Ella lo acaricia con el mismo arte con el que antes tocaba el laúd. La piel de Ausiàs, tensa y sudorosa, recibe las tibias caricias de la joven con fugaces escalofríos; ella corresponde a las que él le dedica. Los cuerpos se acoplan con placer. Al acabar, cuando el alba extiende su claridad sobre la impaciencia de un nuevo día, la joven se va por donde ha venido. Al otro lado de la puerta, adormecido, está tumbado en el suelo el criado del señor. El muchacho se levanta al sentir ante él la figura de la joven. Mirando de reojo aquel cuerpo de mujer, acompaña escaleras abajo a la mora. Ausiàs se levanta de la cama y enciende una vela. Se sienta ante su escritorio. Coge papel y pluma. Escribe unos versos que se le han revelado de golpe:
Es la estación en que los animales
buscan amor en pos de su pareja.
Brama en el bosque el ciervo embravecido
y su bramar parece un dulce canto;
garzas y cuervos cantan con tal música,
que a sus consortes gusta y enamora;
el ruiseñor se queda estremecido
si con su canto asusta a su adorada.